28 octubre 2006

El recreo: la venganza de los números

Hola. Soy 18. Con mis años recién cumplidos, acabo de asumir mi nueva identidad, y francamente, me da miedo. Ya no soy el número primo que era, y puede que tenga problemas, de ahora en adelante, cuando juegue con la niña bonita, mi querida 15.

He llamado a 1, pero me ha contestado que quería estar solo. He intentado quedar con 19, 23 y 17, pero ya no me ven con los mismos ojos: “Ahora cualquiera te puede dividir, dejándote entero, entero y dividido.” De hecho, 9 lo está intentando, me quiere reducir a un simple par, mientras percibo también la presión de los adultos, los cientos de miles, los millones, y sé que me acabaré convirtiendo en uno de ellos. Ya no seré el chulito que fui, cuando era un 8. Ya no llevaré los pantalones rotos con descaro, como cuando era un 7. Ni jugaremos a la rima fácil, como cuando era un 5, y me llamaban “lustro”.

Paseo junto al estanque, donde tranquilamente, se bañan 22, los dos patitos. Me he encontrado con 13, que me ha hablado de su mala suerte, siempre su mala suerte. “Los demás no quieren verme. Dicen que conmigo delante, no se subirían ni a un barco. Y de casarse, nada. Acabaré más anulado que 0”.

Me veo obligado a contestarle: “Cero nos convierte a todos en mucho más, 0 es alguien, aunque para llegar a esto tenga que ser de derechas”. Medito, porque en el fondo, preferiría ser un 0 de izquierdas, de los que no cuentan ni siquiera para ordenar numéricamente, de los que están sin ser.

Mi vida es ahora la de un 18 cualquiera. Ya puedo conducir, pero en cuanto me suba a un 4x4, seguro que viene algún gracioso diciendo, con sorna: “Pareces un 16, pareces un 16, multiplicado, que eres un multiplicado”.

A fin de año no me apañaré con las campanadas, porque ese día, el protagonista seguirá siendo 12, y yo iré perdiendo la razón, hasta el infinito.

En el parque, indiferentes al paso del tiempo, 6 y 4 juegan a hacer la cara de tu retrato. Son jóvenes, les queda tanto tiempo...

Sentado en un banco, 11 hace esfuerzos por serenarse, pero está ciego.

Recojo a mi chica, un bomboncito, una niña 10, a la salida del colegio. Escucha en los 40 las canciones que después se bajará en mp3. Sé que me ve mayor, a pesar de lo bien que me quedan los 501. Yo también la veo distinta. Echaré de menos aquellas noches en las que le sumábamos 14 a 55.

Soy 18, lo sé, pero no hay mal que 100 años dure.

15 octubre 2006

El recreo

Este relato fue publicado en una revistilla que hice, tiempo atrás. Lo he recuperado en el Diario de un Gato Callejero, para compartirlo con quien quiera asomarse por aquí. Algunas amigas blogueras ya lo han leído recientemente, por mail.
Está dedicado especialmente a alguien que no entiende que no hay mayor dedicatoria que la que firmo con mi sangre en cada uno de mis actos, y eso es mucho más que una simple cita impresa en una revista que ya ha muerto, a diferencia de mi corazón que sigue latiendo con fuerza, porque ella, la ardillita rebelde, me hace sentir muy vivo.
El Recreo
Salieron atropelladamente al patio del colegio. A, E, I tomaron el lugar más alto de las gradas de la cancha de deporte. O, ligeramente obesa, las alcanzó con esfuerzo. "Cada día estás más gorda" dijo A, con altivez. A era arrogante, autoritaria. Se sabía la primera y explotaba su privilegio sobre las demás vocales. Formaban un grupo de élite. Se veían a si mismas imprescindibles. E, siempre a su lado, iba por la vida de elegante: se sentía especial. en cuanto a I, hubo rumores -sin confirmar- sobre una posible anorexia, pero la comidilla de los alumnos era su conocida rivalidad con la griega, la Y. "Idioteces" contestaba sin darle importancia, inclinando la tilde sobre su cabeza para parecer más interesante. "Soy mucho más inteligente. Esa extranjera, además, me resulta indiferente".

La pobre Y no conseguía adaptarse. Tenía enemigos por todas partes. La LL, por ejemplo, no podía verla. "Cuando veo a esa griega come-yogures, me dan ganas de llorar". El cielo amenazaba con llover.
Su única amiga era Ñ. Ñ sabía lo que se sentía al ser despreciada en el extranjero, donde las letras se daban la vuelta a su paso, criticando su aspecto. Ñ era diferente. Siempre estaba de coña, y no le permitía a Y sus ñoñerías. "Pasa de ellas, como de la LL", aconsejaba a su amiga. Eran inseparables, aunque sabían de sobra que, en el futuro, jamás estarían juntas en ninguna palabra. Y Ñ no volvería a salir al extranjero, por su seguridad.

El colegio forja amistades que no son fáciles de entender. Por ejemplo, lo de B y V, visto desde fuera, no tenía explicación. B era burra y basta. V, por el contrario, era una auténtica virgencita nada vulgar. Lo que nadie sabía, es que ambas eran lesbianas. No por vicio, más bien por amor, del bueno.

En un rincón del patio, J ensayaba bailes tradicionales de su tierra, mientras L le daba ánimos. "Ele, ele, así se baila. ¡loba! ¡que eres una loba!". J se jactaba de ser la más juerguista y la más joven. No le faltaba razón, era la más jovial. Se pasaba el día riendo. "¡Ja, ja! Para, L. ¡Qué jaleo!". L era la compañera perfecta, lanzada, y algo loca.

En silencio, H paseaba con C, cogidas de la mano. H se sentía muy desdichada. "H, eres alguien. Existes. Y juntas, somos las más chulas". H no era capaz de ver su propia hermosura. Se sentía aspirada, cuando estaba en compañía de otras letras y no estaba C para apoyarla. C la trataba con tanto cariño…

Se cruzaron con P, R y T. Estas tres pertenecían al grupito de las mayores. P era pedante y pretenciosa. "Soy perfecta". Esa actitud le daba mucha rabia a R, que todavía le guardaba rencor por una vieja rencilla. "Mira P, no te llamo puta, por no usar tu letra. Pero eres una zorra". "Calma", sentenció T, con su habitual tranquilidad. T era tan equilibrada, templada, tenaz… aspiraba a ser contable de mayor. "Separaré debidamente el Debe del Haber, las veces que haga falta". "Tú eres tonta", replicó R sin ruborizarse.

Paradójicamente, la más solitaria era S. A pesar de su sensibilidad y sencillez (quizás por eso mismo). Algunos la deseaban por la sensualidad de sus curvas. Pero ella sabía que su destino estaba escrito desde su nacimiento. Formaría, al final de las palabras, el equivalente a un grupo, a varios individuos, a un colectivo, al plural. Ella, que prefería estar sola, pasaría el resto de su vida pluralizando el singular.

Mucho más resueltas eran M y N, hermanas mellizas -no gemelas-. M mandaba sobre N, que era un poco nula. M y N aspiraban a ser, de mayor, parte de la misma mano. Sin manías, eran las dos muy monas.

D solía desaparecer. Era dubitativa, parecía desdichada, pero en realidad, D sentía desdén hacia los demás.

G y Q, grandes y redondas, contaban con un inusitado aliado: una vocal, la única en todo el Universo, capaz de cambiar, según su ubicación, la fonética de G. La única capaz de dar sentido a la existencia de Q. Generosa y con un gran corazón, G defendía a U del ataque de las demás vocales. Y Q, por su dependencia de U en todos los casos, era muy querida, era como una quimera de las letras. Era el Qué y el Quién.

Z, que era zurda, intentaba con zalamerías convencer al grupo de las siniestras, las raras del colegio, para que le permitieran formar parte de la banda de las inadaptadas. K la escuchaba con atención: "Mira, yo estoy harta de C. Entre las dos, podemos sustituirla. Te aceptamos." Y así, fruto de una extraña conspiración, Z, K, W y X improvisaron un mini-botellón con kilos de comida, whisky y algunas revistas X. Escucharon canciones de Ketama, de los Who, de Gen-X y el Ziggy Stardust del genial David Bowie.

Y sonó la campana.

Lentamente, volvieron a clase, sin ganas. Eran tiempos de colegio y de estudios. Eran tiempos de futuro incierto.

Mañana, ocuparían su lugar en miles de palabras. Algunas alcanzarían cargos ilustres, como un sillón en la Academia, o un puesto importante en una enciclopedia. Otras se quedarían en simples letras intercambiables para rótulos luminosos, o en funcionarias de Telefónica, trabajando toda su vida en las Páginas Amarillas.

Pero eso sería después. Ahora, todas sentadas, asistían a una pesada clase de matemáticas, la asignatura más odiada.

Alto. Un momento. ¿No veis que falta una letra? ¿Es que nadie se ha dado cuenta? La F. La F de Francia, de fonema, la F femenina, ¿Dónde se ha metido la F?

Está aquí. Era necesaria para decir que este relato corto ha llegado a su FIN.

09 octubre 2006

El beso


Llevábamos toda la noche hablando, y los relojes, aburridos, se habían ido marchando hasta dejarnos solos. El que más tardó fue el despertador, programado para marcar el fin del sueño. Sonó hasta cansarse, y desistió, dando un portazo al salir. Ya sin relojes, las velas empezaron a bostezar, mientras nuestras palabras se atropellaban cariñosamente. Las dos botellas de vino, vacías, descansaban en silencio, junto a alguna prenda de ropa que, como en una fiesta, dormía su resaca por los rincones. Nuestros cuerpos estaban tan pegados que la piel hacía esfuerzos por respirar, y llegó el momento en el que las palabras también se retiraron, de puntillas para no hacer ruido. Inesperadamente, ella tomó mi cara con sólo dos dedos, como para apuntar con seguridad y no errar en su disparo. Miró detenidamente mis labios, los acercó a los suyos y nuestras bocas se abrieron lo justo para que nuestras lenguas se conocieran al fin personalmente, excitadas por la humedad que reinaba en el ambiente, una humedad que liberó de repente toda la fuerza contenida del tiempo transcurrido, sacando nuestros cuerpos y nuestras almas de la esclavitud, en una entrega absoluta. Los relojes, que ya estaban a varios kilómetros de allí, oyeron nuestros gemidos, y algunas luces del vecindario se encendieron en la ciudad callada. Algunos gatos maullaron.
Agotados, nos dormimos. Al despertar, me pidió que le contara un cuento, y le quise contar veinte, pero no pude terminar la palabra "fin" del primero, cuando de nuevo me silenció con otro beso en los labios.