27 febrero 2007

Silencio


Foto: El extremo de l'Ile Saint Louis es uno de los lugares donde me pierdo muchas mañanas. Al fondo, están las escaleras del texto anterior.

Mientras su cuerpo desaparecía en las aguas turbias, el gato se refugió junto a una farola.

La luz está apagada, y desde aquí se oye el silencio.

Es hora de dormir.

Dulces sueños.

14 febrero 2007

Escaleras

Su silueta, sentado en lo alto de las escaleras, habría recordado, en blanco y negro, una postal de los 60’, de las que venden junto al Sena. Miraba hacia delante, mientras un gato negro jugaba con su abrigo; eran cómplices del frío. Aquellas escaleras bajaban hasta hundirse en el río. Después, volvían a subir, y al final, al otro lado, estaba Ella. Pero para llegar allí, había que bajar, sin saber lo que escondía ese tramo de agua turbia. La humedad reinante hacía presagiar una temperatura extremadamente baja, y la corriente podía arrastrar algas peligrosas, monstruos marinos, remolinos que podrían hundirle para siempre en una fosa abisal.

“¿Por qué bajar escaleras, arriesgarte a una muerte casi segura, para volver a subir? ¿Para qué ese esfuerzo innecesario? Con mi coche deportivo, llegaré antes que tú” dijo Facilito. No obtuvo respuesta alguna a preguntas tan estúpidas.
Seguía mirando el pequeño oleaje que parecía llamarle con impaciencia. El coche de Facilito tardó apenas un par de segundos en recorrer el tramo, por la calle bien asfaltada que parecía burlarse, desde lo alto, del hombre de la silueta monocromática, y del gato que le acompañaba.

“Yo no lo haría, me da miedo. Si tuviese tu valor, todo sería muy fácil, claro. Tú lo haces porque eres valiente, pero yo no tengo tu suerte, prefiero tomar otra dirección”. Nomeatrevo se marchó, abandonando su rumbo anterior.

El gato ronroneaba, como queriendo tranquilizarle, porque sabía que en realidad, el miedo atenazaba sus entrañas. Ese espacio de agua misteriosa, y el frío que parecía querer advertirle del peligro...

Apareció Comodín, bostezando. “¿Qué necesidad hay de ir hasta allí, con lo bien que se está en casa?”, y sin despedirse, se subió a su coche calentito para regresar a su dulce hogar, donde le esperaba un plato de comida caliente y un hijo llorón.

Llevaba horas pensando, pero ni el gato ni él se habían cansado, y parecían haberse acostumbrado al viento que giraba, insolente, y a las primeras gotas de lluvia que poco a poco, empapaban su alma. Tenía que hacerlo, porque merecía la pena, porque en la vida siempre hay algo que está por encima de todo lo demás, y el camino es lo que hace que las historias sean verdaderas o no, aunque sea un camino difícil, con escaleras de piedra que se hunden en el agua oscura.

Llegó Egoego (qué frasecita). Primero, miró a su alrededor, contemplando lo hermoso que era que el mundo girara en torno a él. Después, apartó al gato de su camino, de una patada: “me dan alergia”. El felino tuvo que contener su rabia para no arrancarle la lengua de un zarpazo, y se acurrucó junto a su amigo. Egoego bajó tres escalones y miró hacia el otro lado, pero pronto, alegó que allí no había nada. “No merece la pena mojarse por nada. Todavía si hubiera algo para mí...”

Esta vez, el hombre, que no había hablado, mirando primero a su gato, como pidiendo disculpas por el gesto desafortunado de Egoego, dijo estas palabras: “El universo no gira alrededor de tu ombligo, y no eres ni capaz de ver lo que hay al otro lado. Aparta de mi camino, porque estoy decidido.”

Egoego se encogió de hombros, y se marchó por donde había venido, pensando en sí mismo, como siempre.

Ahora estaba decidido, merecía la pena, porque la vida no vale nada si no eres capaz de arriesgar, de pronunciarte, de expresarte, de desear, de esperar, de comprender, y de esforzarte en esa búsqueda constante que nos distingue de las bestias.

El gato le acompañó hasta recibir las primeras salpicaduras provocadas por la corriente, al golpear las olas contra la pared. Se despidió con un maullido largo.

Adelantó tímidamente un pie, y comprobó que ya no había escalones. Se sumergió en el agua helada, con una sorprendente expresión de felicidad. El gato miró hacia la luna, sonriendo, y la luna le devolvió un guiño cómplice, porque los dos habían comprendido la historia.