07 julio 2007

Naranjita y Limoncillo

Descubrí muy pronto en Naranjita algo más que su mirada, su sonrisa, o el color de su piel. Intuí un corazón pulposo, delicado pero vitaminado, me enamoré de su alma, ese es el amor verdadero.

Naranjita era más frágil de lo que aparentaba. Me gustaba acompañarla, conversar con ella, dedicarle tiempo y atenciones, ajeno a las críticas de quienes no comprenden a los cítricos.

Ella me apreciaba, yo era un limoncito resultón. Recuerdo Perita la Dulce, que andaba siempre detrás de mí, y cómo Manzie, la manzana golden, intentaba hechizarme con su piel dorada “Limonci, ¿por qué no dejas esa historia que no te lleva a ningún lugar, y te vienes conmigo? Tengo la piel muy fina…”. “No tengo ninguna historia, las historias empiezan a existir cuando terminan, cuando por fin, pueden ser contadas en su integridad.”

Pero no estábamos solos en esta inmensa macedonia. Naranjita tenía una larga lista de admiradores, cuyo único fin era beber hasta la última gota de su zumo. La banda de los Plátanos, esos tíos enormes que la embelesaban con su alegría tropical, en contraste con mi visión ácida de las cosas –a pesar de mi dulzura limonera-. Y Meloncete, ese insulso que sólo pensaba en su mundo como si por ser redondo fuera un planeta en sí mismo, centro del universo. Y Fresón, siempre fresco y dispuesto a participar en una buena ensalada de frutas.

Naranjita nunca quiso que estuviéramos juntos. Qué pena. ¿Acaso no vio que, con nuestros colores mediterráneos, nos parecíamos al Sol, y que éramos capaces, con unas palabras, de apartar las nubes? ¿Tan difícil resultaba comprender que la vida de una naranja y un limón es corta, y que el tiempo avanza con aceleración constante, inexorablemente?

Así fue. El tiempo fue aplastando los relojes como una apisonadora, y el estruendo impidió que Naranjita oyera mis consejos. Ingenua y testaruda, se acercó demasiado al Gran Exprimidor. Esa máquina infernal que te voltea, te presiona, te anula, te machaca, y acaba con las frutas más frescas. Salté con ella, y el artefacto permitió que nos besáramos antes de proceder a extraernos la esencia.

Aquella mañana, un cliente del bar se quejó porque la máquina de zumos no funcionaba y le habían servido una bebida de laboratorio.

Antes de que ésto ocurriera, intuyendo que Naranjita podía acabar exprimida, yo había alertado a mis buenos amigos Coco y Piña. No dudaron en colocarse entre el exprimidor y nosotros, atascando el mecanismo, salvando nuestras vidas, sufriendo unos simples rasguños, y facilitando nuestra huída de la ciudad donde las frutas son exprimidas.

Naranjita está ahora en la playa, bajo una palmera, y ha aprendido que un exprimidor es mucho más peligroso que un pequeño limón. Limoncillo le habla al oído, y ella se ríe.

Las olas hacen ruido pero no tapan sus voces.