Pluf, la piedra que no sabía nadar
“¡Pluf!”. No hizo mucho ruido al entrar en contacto con el agua, pero la humedad y el frío despertaron sus sentidos dormidos de piedra. “¡Eh! ¿Hay alguien ahí? No sé nadar y me estoy ahogando. ¡Socorro!”. Voy a llamarla “Pluf” en homenaje a una onomatopeya inventada para ella. Ni que decir tiene que nadie oyó la voz de la pequeña Pluf, mientras bajaba contoneando levemente su cuerpecito redondo hasta alcanzar el fondo del río.
Pluf pensó y pensó, con la intensidad con la que piensan las piedras cuando deciden pensar. “De momento sigo viva. Me dejaré arrastrar por las corrientes del río, a ver hasta dónde llego.” Pero el río era un río tranquilo, como la vida, y Pluf se cansó de esperar un empujoncito que no llegó.
Al ver que no resultaba, elaboró otra estrategia mucho más sutil, mientras un cangrejo la miraba distraído.
“Cangrejo, cangrejito, ¿no suelen venir por aquí grupos de domingueros de ciudad, que tiran los restos de sus acampadas al río?” “Así es”, respondió el cangrejito, que no se preguntó ni un instante por qué la piedra hablaba, ya que los cangrejos tampoco deberían hacerlo. “Necesito tu ayuda. Alcánzame un envoltorio brillante para cubrir mi cuerpo. De este modo, me haré atractivo para algún pez, que me comerá y me transportará en su interior hasta llegar al mar”. El cangrejo no tardó en localizar un precioso y dorado envoltorio de chocolatina, con el que cubrió habilmente, ayudado por sus pinzas, el cuerpecito menudo de la piedra parlanchina. El efecto no se hizo esperar, y unos minutos después, un pez bastante grande engulló a la piedra envuelta en oro, pensando que era un bombón de los que anuncian presentándolos en grandes fiestas. Al marchar, el cangrejito levantó su pinza en señal de despedida.
Muy pronto, el pez expulsó a la piedra, algo indigesta. Y ésta, comprobó que el agua, ahora, estaba salada. Había llegado al mar.
Las olas hicieron el resto, y pronto, la piedra alcanzó la orilla de una preciosa playa donde conoció a una encantadora piedra pequeña, una chinita, con la que fue feliz en su casita junto al mar.
Pluf pensó y pensó, con la intensidad con la que piensan las piedras cuando deciden pensar. “De momento sigo viva. Me dejaré arrastrar por las corrientes del río, a ver hasta dónde llego.” Pero el río era un río tranquilo, como la vida, y Pluf se cansó de esperar un empujoncito que no llegó.
Al ver que no resultaba, elaboró otra estrategia mucho más sutil, mientras un cangrejo la miraba distraído.
“Cangrejo, cangrejito, ¿no suelen venir por aquí grupos de domingueros de ciudad, que tiran los restos de sus acampadas al río?” “Así es”, respondió el cangrejito, que no se preguntó ni un instante por qué la piedra hablaba, ya que los cangrejos tampoco deberían hacerlo. “Necesito tu ayuda. Alcánzame un envoltorio brillante para cubrir mi cuerpo. De este modo, me haré atractivo para algún pez, que me comerá y me transportará en su interior hasta llegar al mar”. El cangrejo no tardó en localizar un precioso y dorado envoltorio de chocolatina, con el que cubrió habilmente, ayudado por sus pinzas, el cuerpecito menudo de la piedra parlanchina. El efecto no se hizo esperar, y unos minutos después, un pez bastante grande engulló a la piedra envuelta en oro, pensando que era un bombón de los que anuncian presentándolos en grandes fiestas. Al marchar, el cangrejito levantó su pinza en señal de despedida.
Muy pronto, el pez expulsó a la piedra, algo indigesta. Y ésta, comprobó que el agua, ahora, estaba salada. Había llegado al mar.
Las olas hicieron el resto, y pronto, la piedra alcanzó la orilla de una preciosa playa donde conoció a una encantadora piedra pequeña, una chinita, con la que fue feliz en su casita junto al mar.